“Todo esto me lleva a darme cuenta de que yo aquel mal no me lo había tomado nunca en serio, no quería mirarlo ni escucharme, lo cual me alejaba profundamente de mi bien y quitaba irremediablemente autoridad a mi sentir.
Mucho más cómodo pensar que quizás no era tanto el mal que había, que daba más de lo que quitaba.
En conclusión, ahora puedo decir que yo ese mal sustancialmente lo había negado siempre, lo había minusvalorado en su sustancia, por tanto absorbido y en parte escondido y nutrido dentro de mí.
La complicidad del silencio que multiplica el mal.
Qué decir. Partes de mí rechazaban la experiencia y la idea de que pudiera existir de verdad un mal tan grande también entre nosotras las mujeres: en la mano cercana que te sujeta fuerte cuando vas a resbalar, en la caricia de la maestra, en el abrazo de la amiga, en el beso de una hermana.
Esa palabra amorosa empapada de veneno que no dejas de querer escuchar.
No lograba dejar entrar en mi cabeza la idea de la existencia de un mal entre las mujeres que fuese de verdad solo mal y basta, sin excusas ni justificaciones, integral, todo de una pieza, genuino al 100%, sin contaminaciones ni aditivos químicos, un mal sin si y sin pero, completo e inasible.
No lograba concebirlo, no me cabía en la cabeza, probablemente porque era un concepto tan violento y aterrador que me asustaba, me sigue asustando, una sensación de horror que hace temblar la tierra bajo tus pies y te hace retroceder.
Experiencia de muerte que no contiene en sí renacer alguno, ni enseñanza.”
(Barbara Verzini, Tocadas por el Mal, p. 89-90)